Charco de lluvia

Le aludo al frío y a la lluvia bogotana mi estado de ánimo. Bueno, sería muy egoísta si creo que en esta ciudad soy la única que está triste. En realidad creo que todos estamos rotos. Tú. Yo. Todos. Inmiscuidos en esta soledad, en esta incertidumbre que nos agobia a toda hora. Tic, tac, tic, tac.

Me convertí en alguien sin ningún plan a futuro, sin ningún objetivo más allá de llegar mental y emocionalmente viva al día domingo. Alguien que intenta no morirse, alguien que ya no funciona bajo presión, que se cansó de correr. Alguien a quien le duele un mal detalle, una mala forma, un grito, un insulto. Alguien que definitivamente no tiene un lugar en el mundo. Esto me derrumba debajo de las cobijas cada noche. Pero nadie lo sabe, nadie se da cuenta. O tal vez sí, pero no importa.

Y cada día llega y yo solo hago lo mismo de siempre: vestirme con una careta de porcelana que está a punto de no quedarme, de romperse, de estallarme en la cara y dejarme heridas incurables.

Pienso que algo está mal en mí, pero que también lo está en todos. Y que nadie es culpable porque las circunstancias son infames y hostiles para quienes ya no sabemos de fortaleza. Me tomo un café en esa tarde de cita conmigo. Estoy sola, desecha por dentro y por fuera. Ya no me interesa pensar en cómo me ven por fuera, sobre todo esos a quienes nunca les ha importado verme por dentro. Tomo pequeños sorbos para hacer eterno ese momento de silencio conmigo. De fondo suena alguna canción que ni siquiera entiendo. Miro por la ventana las nubes suspendidas encima de las montañas del occidente y me imagino allá arriba, gritándole a Dios que cuide de mí porque en algún momento me voy a perder.

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Le llamo a este drama el SPC (Síndrome pre cumpleañero). ¡Sí, qué risa! Pero mientras termino este texto, reflexiono en que he vivido de este modo hace muchos años. Quizás desde que él se fue. O quizás desde que yo me fui. No lo tengo claro. Me mantengo en piloto automático, cumplo con mis obligaciones aunque con mucho esfuerzo. Ya nada me mueve. Bailar, hacer ejercicio, socializar, cantar, escribir y reírme de cualquier cosa se volvió algo mecánico. Me convertí en un autómata triste.

A veces encuentro una mínima y hermosa razón para sonreír, para sonreír de verdad, desde el alma, desde las entrañas. Le presta atención a cada detalle y con cada sonrisa, con ingenuidad y sin tener idea de nada, me dice que todo va a estar bien. Pero de repente mis miedos se vuelven el cauce de un río furioso después de semanas de lluvia; arraso con todo a mi paso, en bajada y sin nada que lo pueda parar. Dejo devastadoras marcas en personas que no tienen la culpa. Unos pocos lo entienden y me acompañan pero los alejo con cada pedazo roto de mí. Otros me observan. Otros observan y juzgan en silencio, culpando al terreno y no a la basura que no me pertenece, que me botan y debo guardar en lo profundo. O al indomable e impredecible clima que cada tanto hace de las suyas.

El entusiasmo por algo bueno que me pasa me dura milésimas de segundo. Siempre pienso que de eso bueno no dan tanto y que algo malo va a suceder. Y sucede. Y me culpo. Y me juzgo. Y aunque no sea mi culpa siempre creo que lo es porque puede que sí. O puede que no. ¿Quién sabe?

Me siento perdida dentro de mí y por ahora nadie lo comprende más que yo. Vivo desorientada y cansada de esta ciudad en donde tampoco deja de llover.

Autor: NatRoca® (Derechos reservados)