Ilustración por Cristhian Beltrán

Llovía a cántaros y el cielo se veía gris claro con unos tonos rojizos. A lo lejos se veían las luces de la pista del aeropuerto; alcanzaba a notar cómo aterrizaban los aviones llenos de alivio y esperanzas. La oscuridad de la sala de mi casa me arrullaba cuando una notificación alumbró en mi celular. Era tarde e inesperada. Tenía solo dos horas para llegar.

Corrí al baño en puntitas. Abrí la llave de la ducha y dejé que el agua caliente bajara desde mi cabeza, y que por arte de magia, se llevara mis inseguridades.

Busqué en los cajones las cuchillas de afeitar y las pasé por casi todo mi cuerpo. Lavé mi cabello usando todos y cada uno de los productos que se necesitaban para que quedara limpio y brillante.

Humecté con la crema de tapa azul toda mi piel y le puse aceite de almendras para que estuviera suave, brillante y seductora. Corrí a la habitación y busqué una crema perfumada que me regaló mi mejor amiga en una Navidad y que solo uso para ocasiones importantes.

Elegir la lencería perfecta es todo un dilema en estos asuntos, sobre todo cuando no tienes un cuerpo de catálogo. Armé un conjunto con el que creía sentirme segura. Busqué la mejor ropa pero me cambié unas 15 veces. Nada me gustaba, todo me parecía demasiado o muy poco. Al final elegí lo mejor, algo con lo que quería que me recordara.

Me maquillé cuidadosamente mientras tarareaba alguna canción de Lee Eye. Noté que debía botar algunas cosas que ya estaban vencidas. Use lo que pude y mi cara se veía hermosa. Ni se notaban las ojeras o las imperfecciones que me deja la ansiedad y las noches de insomnio.

Agregué al outfit cuidadosamente elegido unos accesorios que yo misma había comprado hace unos meses. Me puse mi perfume favorito y el reloj ya apuntaba la hora.

Ya iba tarde. Me apuré a tomar un carro y luego de unos muchos minutos logré subirme.
Pensé que debía llevar algo. Entonces hice una parada antes para comprar algunas cervezas y algún dulce para regalar.

En el camino solo pensaba en lo lejos que estaba de mi casa. Llegué a la dirección, y mientras subía a pie hasta el quinto piso, me temblaban las piernas a cuenta de los nervios y los tacones de 12 centímetros.

No había día en el que me hubiera sentido más bella. Olía delicioso, sentía que mi piel era digna de ser acariciada, besada, lamida y deseada. Él abrió la puerta y una suave sonrisa me saludó.

-¿Todo bien?

Hola! Todo muy bien.

Me sonaban las tripas del hambre, del afán había olvidado comer y allí solo habían las cervezas que yo llevaba en la mano y un montón de losa sucia.

No me quité la chaqueta ni el bolso. Una luz azul en su habitación nos iluminó con angustia. Me senté en el borde de un pequeño sofá, sonreía y movía mi cabello sedoso. Mientras cruzábamos algunas pocas palabras, se lanzó hacia mí y me besó.

Lo deseaba, en serio lo deseaba.

Dejó saliva por todo mi rostro maquillado y mi cuello perfumado. Me tocó los senos fríamente, bajó su mano por mi barriga y metió su mano tibia dentro de mi pantalón. Intentó menter los dedos pero el jean estaba demasiado ajustado. Entonces me tumbó en su cama destendida y me bajó el pantalón hasta las rodillas.

Sin mirarme me levantó un poco la blusa y de un tirón bajó solo uno de los lados del brasier. Un beso, dos besos más. Me lamió uno de los pezones y lo mordió suavemente.

Bruscamente me dio la vuelta y con sus manos en mis caderas, empujó mi culo hacia su pelvis. Lo sentía. Creo. Bajó su pantaloneta y su ropa interior con el espacio suficiente para sacar su pene caliente y duro.

Escupió sus dedos y me humedeció lo necesario. Me metió dos dedos y hurgó desesperadamente dentro de mi como buscando un premio. No lo encontró. Yo no emitía ningún sonido más que el silencioso grito de quererme ir.

Sacó sus dedos y se limpió los pocos fluidos con mi media pierna desnuda. Metió su pene grande, caliente y duro dentro de mí. Empujó 3 o 5 veces más. Me jaló un poco el pelo y suspiró profundamente. Se quedó quieto unos 3 segundos. Empujó cinco veces y terminó solo con un sutil e insípido gemido.

Se tendió encima de mí sin dejarme respirar. Sacó su miembro y se tumbó a mi lado muy exhausto. Yo seguía en un ensordecedor silencio que seguro hasta los vecinos oyeron.

Se hizo un reguero innecesario y fui al baño por papel. Se limpió, subió su ropa interior y su pantaloneta de fútbol color azul. Se metió al baño, lavó su pene, sus manos y su boca. Se tumbó de nuevo en la cama, me miró cansado y me dijo:

¿Una pola?

Mejor agua, dije.

Bebió media cerveza de un sorbo. Suspiró nuevamente como si hubiera corrido una gran maratón y superado su record.

Yo terminaba de vestirme; el conticinio había llegado y solo se escuchaban pasar los carros de la avenida y su acelerada respiración. Pasó un minuto, a lo mucho, y entonces dijo:

¿Te pido el uber?